lunes, 22 de noviembre de 2010

¿Qué les pasa a los libreros?

Antes que nada aclararé, tomaré posición: estoy a favor de la cruza de géneros, no soy racista y fui uno de los muchos que festejamos la ley de igualdad de géneros, no creo en exclusiones genéticas de ningún tipo, tampoco para escribir. No adscribo a la etiqueta como modo de encasillamiento, estancamiento o lo que se le parezca, me molestan los ghetos y soy un ferviente impulsor, en mi actividad profesional, de la adaptabilidad, la flexibilidad y la versatilidad, en arquitectura tanto como en la escritura. Los libros descienden de libros y sus enlaces no se forman por arreglos de conveniencia o pureza sino por móviles más pasionales, con sus saltos, cortes, cambios y fusiones. Poco importa si un libro es autobiografía, novela o ensayo. Basta con que sea bueno. Hay libros que no se dejan atrapar por las definiciones y existen otros que no se dejan atrapar por nadie fruto de su paupérrima calidad y estoy muy de acuerdo con eso porque prefiero que nadie los atrape, en ninguno de los dos casos.
El escritor, en su búsqueda, a veces mezcla las cosas porque se mueve guiado por las imposiciones de lo que escribe, no por cómo dicen que tiene que escribir. Pero hay una gran diferencia entre mezclar géneros –entre revisar qué es ficción y no ficción o si tiene sentido esa pregunta, por ejemplo– y confundirlos por descuido o ignorancia cuando ya fueron escritos.
Dos días después de la muerte de Saramago fui a una librería de la avenida Constitución a buscar El Evangelio según Jesucristo, el único de sus libros que no había leído. Me dirigí a la sección Ficción en Español y el bendito libro no estaba donde debía, es decir al lado de Ensayo sobre la Ceguera, El Hombre Duplicado o Todos los Nombres. Lo que había vislumbrado como una sencilla faena empezaba a complicarse. Eso no me extrañó mucho. Los clientes, fruto de la militante necrofilia argentina, deben arrasado con la obra de Saramago, me dije. No estaba en ensayos. No era del grupo de best-séllers, imposible que estuviera ahí, ¿no habrá quedado ni un ejemplar, pensé? Le pregunté a un chico que tenía una credencial en el pecho. Fue a su monitor, tecleó, se dio vuelta y me dijo que el libro estaba en la sección de religiones. ¡Era lo lógico! No estaba ni en ficción ni en no ficción. Había cambiado su condición de existencia.
En algunas librerías, por alguna razón, será por eso del vino sagrado y el pan o qué se yo, la zona religiosa a veces es vecina de la de gastronomía. Para colmo, cuando hay poco lugar, como en esta de la que hablo, las mesas se juntan demasiado y se produce un efecto dominó: algunos libros ruedan de mesa en mesa, en una insólita circulación de sin-sentidos. Esa fue la explicación que me di para entender por qué encontré El Evangelio según Jesucristo junto a una pila de ejemplares de Recetas Criollas para Cocinar en Disco de Arado. En ese mundo de criterios despiadados, la disposición de los libros responde a coordenadas imprevisibles. Aquí no hay lugar para la sutileza ni para leer entre renglones. Los nombres de algunos escritores excelentes ni siquiera despiertan un deja vu. Entre algunas librerías y otras hay la misma diferencia que entre escribir de verdad y calcar fórmulas, entre adueñarse del lenguaje y someterse a las revisiones de un corrector de Word que no sabe de matices ni contextos.
Es una pena pero a veces es así. Comprar un libro no debería ser una empresa para instruidos o expertos. Borges imaginaba el mundo como una gran biblioteca, pero también es posible imaginarlo como una librería literal. Los libros serían parte de catálogos al mismo tiempo lógicos y extraños. ¿A dónde irían a parar algunos libros desde una central de clasificaciones concretas? Acá van algunos ejemplos para los libreros amigos:
Yo Robot: Autobiografía.
Las Venas Abiertas de América Latina en  Medicina (aunque pensándolo bien podría estar en Geografía), La Peste y Ensayo sobre la Ceguera también.
Los viajes de Gulliver: Turismo, junto a Viaje al Centro de la Tierra y la Vuelta al día en 80 mundos, por supuesto.
Ciudad de Cristal en Arquitectura y Diseño al lado de La Casa de las Bellas Durmientes.
Historia Universal de la Infamia seguramente iría en Historia porque por suerte todavía no existe la sección Infamia.
Mi Planta de Naranja Lima con el Libro de la Selva y Las Palmeras Salvajes terminaría en Parques y Jardines.
El Gatopardo ocuparía un lugar en el anaquel de Animales y Mascotas, con Moby Dick y Colmillo Blanco –que no estaría de más en la vidriera de una librería que quede cerca de la Facultad de Odontología, lástima que acá en Mar del Plata no tenemos, ¿será por eso que Jack London se vende poco?
Algunos libros podrían plantear serios dilemas. Después de dar por sentado que la Divina comedia es, justamente, una comedia, ¿hay que mandarla a Teatro o Religiones? Algunos libros terminarían en varios sitios a la vez. No hay que tomarse estas cuestiones a la ligera. ¿No implica acaso una importante toma de posición poner La Rebelión de las Masas en Filosofía o Repostería?
Pero ese no es el único problema cuando uno, que le escapa al asesoramiento del empleado de cualquier negocio del destino que fuere, hace un vano intento por encontrar el librito ese que tiene ganas de leer… ¿Alguien tendría la amabilidad de explicarme por qué en la muy paqueta y sibarita librería de Güemes los libros están desordenados alfabéticamente? Si, desordenados alfabéticamente, aunque la inefable propietaria del lugar se empeñe en explicar que acomoda los libros con un orden determinado y particular que es muy difícil de entender… a eso en mi barrio le llamamos desorden.
Insisto, ¿qué les pasa a los libreros?

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