domingo, 7 de noviembre de 2010

De regreso a casa

Mucho tiempo había pasado desde que pisé por última vez el empedrado de las calles del pueblo. Lo recordaba con esa tranquilidad casi abusiva, con esa pasma monótona, petrificado en una brillante inmovilidad, y no obstante, sabía que alguna vez iba a llegar el momento del regreso, y eso era ahora.
No añoraba nada de ese lugar. No añoraba las tardes de pesca en el río ni las festividades patronales en la plaza central frente a la iglesia, tampoco extrañaba los juegos en la vereda de la casa familiar con los amigos de la infancia ni los largos paseos a caballo con mis hermanas y mi madre, nada de eso evocaba, no había nada en este mundo que me ligara sólo un ápice a ese mortífero sopor pueblerino, es más, lo desdeñaba. Si. Desdeñaba todos y cada uno de los recuerdos que me vinculaban a ese miserable pueblito perdido en el medio de alguna parte, olvidado de todo y de todos, un lugar indigno para mí, me había acostumbrado a vivir en la capital, ahí donde las cosas eran diferentes. Si. Decididamente eso era lo que a mí me gustaba, la gran ciudad, allí donde el vértigo de las luces y los automóviles es manifiestamente palpable, allí donde dicen que Dios atiende, donde la velocidad puede tocarse, donde todo pasa por delante de las narices y basta con estirar el brazo para poder tenerlo, si definitivamente ese era mi lugar y no ese caserío de mala muerte a donde, sin embargo, estaba regresando.
Profesaba un odio acérrimo a ese pueblo que me había convertido en uno de esos espectros con los que, durante la infancia nos atormentan por la noche, uno de esos espectros que se ponen a horcajadas sobre nosotros y nos chupan la sangre, dominadores, huidizos y tiránicos, pero, sin la menor duda, si los dados de la fortuna hubieran caído de una manera más favorable a mi persona, la historia hubiera sido otra. Pero no era esta historia. No.
Nada que estuviera relacionado con mi infancia era realmente significativo. Nada. Ni siquiera prestaba atención a las cartas que periódicamente enviaba mi madre, como si un infinito mecanismo de negación gobernara todo mi ser, para convertir a los recuerdos en sucesos que están y no están dentro de la cabeza, como fantasmas tangibles, condenados a sobrevivir en un mundo al que ya no pertenecen.
La última carta estaba llena de referencias a la construcción de la nueva estación de trenes del pueblo, un edificio impresionante, de una arquitectura maciza de estilo inglés, con balaustres y ornamentos en hierro, vidrios emplomados, techo de pizarra y dos torretas de magníficas proporciones desde donde se podía ver la llegada del tren. Su construcción significaba un gran paso para el pueblo, un signo de prosperidad, sin embargo nada de eso tenía valor para mí, la vida en la gran metrópoli era otra cosa, carecía de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa o una persona, vivir allí anónimamente, sin mostrarse bajo ninguna circunstancia, a cierta distancia de la gente para evitar sumergirme en el torbellino de las cosas era lo que más me gustaba. Comía, iba a trabajar y volvía a la pensión, como si a pesar de todo, yo no estuviera allí. Vivía ajeno a las miradas de los otros, lejos de los ojos inquisidores del pueblo, que me escrutaban pidiéndome respuestas. Y sin embargo estaba volviendo.
Vi las primeras casas mientras el tren corría en lo alto del terraplén. Tenía la impresión de estar en una película de ciencia ficción en la que sólo quedaba un último hombre sobre la Tierra, tras la fulminación de cualquier tipo de vida. Algo en el aire evocaba un Apocalipsis. No había calefacción y el frío y el miedo se mezclaban en una sensación de angustia que me resecaba los labios. Aparté los ojos de la ventanilla y miré con desgano el interior del vagón, un antiguo carruaje de principios de siglo, incómodo, con bancos de madera mal pintados de ocres y de verdes. Estaba casi vacío. La única y minúscula señal de vida consistía en las tres personas que me acompañaban. Tenía frente a mis ojos el gran cuadrante blanco del reloj del vagón, las agujas no avanzaban nunca, como si levitaran en un instante infinito. El tren avanzaba y la nausea crecía. En ese momento pensé que la vida en la capital era mejor, que nadie reparaba en mí, camuflado entre la gente y también pensé que ya nada sería como antes. Entonces, la tregua, el abandono bucólico de la contemplación del paisaje desaparecieron y fui otra vez el nudo de tensiones de los dos últimos días de huida. Aquello que había pretendido dejar atrás con el tiempo y la distancia terminaba por alcanzarme y viajaba conmigo hacia el momento funesto.
Cuando el tren entró en el pueblo los vi, una larga hilera de personas y atrás otra, y otra más, una multitud se había reunido para verme llegar, para cerciorarse que, de una vez y para siempre había regresado a saldar mis deudas. Parecían siluetas de cartón recortadas contra el furibundo cielo anaranjado. Ya estaba a punto de detenerse el tren y seguía descubriendo gente, rostros serios, adustos, ajados por el tiempo y la memoria, una multitud prácticamente interminable a la sombra de la imponente estructura de madera que dominaba toda la escena.
“No hay escapatoria” me dije, al tiempo que una leve brisa mecía la rústica cuerda del nudo corredizo.

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