martes, 9 de noviembre de 2010

Viaje

Cuando el avión despegó reconocí la inquietud y el vértigo que transformaba mi aparente e impostado sosiego en una tensa vigilia. Mi hijo miraba a través de la ventanilla, absorto, exultante, concentrado en absorber cada uno de los detalles, hasta el más minúsculo, de su gran, nueva experiencia. Yo no paraba de sudar. El pasajero que iba sentado en la butaca de adelante tenía pinta de iraní, por lo que fantaseé con que tal vez de un momento a otro iba a sacar uno de esos fusiles rusos, un ak 47 y secuestrar el avión. La ocurrencia me hizo sonreír. Al cabo de un rato, en una indolente duermevela, me puse a recordar mi infancia y parte de mi adolescencia en aquella ciudad que habíamos dejado atrás.
Para mi sorpresa, me di cuenta de que recordaba muchas cosas. Me acordaba, por ejemplo, de las paredes de la casa paterna, que eran de madera y de cómo se mojaban los tablones cuando caían esas lluvias interminables del invierno. También recordaba el bar de Mingo, que estaba unas tres casas más allá. Nítidamente las imágenes del bar se amontonaban en mi memoria y fundamentalmente la cancha de bochas ubicada en el patio trasero, a la que, junto con mis primos, entraba a través del portillo de la medianera del baldío vecino. ¡Si parece que estuviera ocurriendo ahora!
Y más recuerdos. Una chica llamada Gabriela, otra llamada Viviana y otra, Alejandra, las hermanas Pedrosa y una cuyo nombre he olvidado, pero a la que besé en el día del último cumpleaños de mi abuelo. Las figuritas y los campeonatos de fútbol en la parroquia. El rostro de mi amigo Roberto y el de su hermana, María José. Los ataques de asma. Una tarde en que creí que me estaba volviendo loco. Otra tarde en me colé en el cine. El día de la lluvia, cuando rompí mi bote a pilas.
Por supuesto, hice más cosas que aún recuerdo: batí mi propio récord de tiempo escondido de mis padres, batí mi propio récord de masturbaciones, batí mi propio récord de páginas leídas en un día, batí mi propio récord de felices horas perdidas sin hacer absolutamente nada.
Fui feliz allí, menos mal que decidí partir.

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