miércoles, 12 de enero de 2011

No sé...

En mi impotencia por compartir con vos todo lo que nos era imposible compartir, te hablé muchas veces de mi vida. Vos me oías sin escucharme, sin impaciencia sin embargo, y nunca conseguí adivinar si te aburrías. Por el contrario yo me precipitaba sobre cada gesto, cada vaga palabra tuya que pudiera informarme algo acerca de tu vida, de tus gustos, de tu his­toria. Conocer, por ejemplo, que siempre, desde muy joven odiabas todo lo que fuese de color negro, fue un dato abrumador. Cada vez que elegía un regalo para vos, y he elegido muchos, esa confesión me obligaba a reflexionar sobre tu personalidad, mis obsequios estaban siempre disfrazados de elecciones tuyas. Me era muy sencillo agasajarte con­ libros, discos, películas y hasta un buen vino, malbec por supuesto, pero a veces necesitaba hacerte un regalo que me llevara con vos. Me decidía, entonces, por un sueter, un cinturón, un reloj o una camisa, con la ferviente esperanza de que notaras con cuánta intensidad desdeñaba el negro.

Te hablé muchas veces de mí, pero las pa­labras imponen límites y la experiencia no se enseña. En todo momento anhelaba, con ese tipo extraño de nostalgia de lo que no nos es posible, que hubieras participado en los intrincados juegos que mi vida propuso, y en los que nadie ha ganado, para entender ciertas estructuras de la realidad que el lenguaje no puede imitar. Te hablé demasiado, era lógico que las heridas que la vida ha operado en mí aguzara tu curiosidad y con tu cabeza sobre mi hombro y una media sonrisa distraída, me escuchabas mucho más y mucho mejor de lo que nunca me atreví a desear.

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